Puedo considerar aquella noche como la primera de una serie de noches
grises y tormentosas de radio, en las que mis llamadas a distintos programas
amenazando con el suicidio se convirtieron en una grata diversión.
Era mi intención escribir una novela, he dicho en al menos tres
emisoras que no tengo amigos, es más bien un insulto descarado de mí hacia mí.
De lo que era cuando todo empezó, de lo que quise ser y de lo que finalmente he
sido.
Empezando por el pasado, he gritado a las ondas a grandes rasgos en
que consistía mi vida, básicamente era un enorme pozo de soledad y hastío, y yo
no era lo suficientemente avispado para suicidarme, pero si lo suficiente para
sentir con cada respiración de mi cuerpo, que algo fallaba.
Salí cierto día del trabajo, era invierno, diciembre creo, hacía
mucho, mucho frío, mi horario era de siete de la tarde a siete de la mañana,
era temprano, pero no tanto, en las calles de Madrid hay siempre gente. Volvía
como decía a casa caminando, no vivo demasiado lejos y me gusta cruzar
Preciados a mis anchas. Ya estaban puestas las luces de Navidad, todo era tan
siniestramente hermoso que daban ganas de salir corriendo, y eso hice.
En el cruce de Gran Vía con Montera aquella mañana una anciana sin
identificar murió congelada sentada en un banco de la calle, no era algo
anormal, me fijé en un detalle en el que nadie parecía reparar, la anciana
tenía un mendrugo de pan en una de sus azuladas manos, en su abrigo y en sus
botas había migas de pan. Le daba de comer a unas palomas desagradecidas, no
habían querido su comida, pero lo que me resultó aún más curioso, ella sonreía.
No sé que me impulsó, pero solo pensaba en llegar a casa, comerme un
par de bollos de chocolate dormir hasta
las seis y media de la tarde, vestirme y sin cruzar mirada con nadie volver a
mi absurdo puesto de trabajo.
Estuve haciendo eso hasta que acabaron las Navidades a primeros de
Enero, sin librar ni un solo día, mi cansancio no era algo físico, tenía puesto
una especie de automático biológico o algo parecido que me permitía estar
durante meses sin librar.
No, el problema es que cuando libraba no sabía que hacer, me sobraba
el tiempo, no lo quería, solo dormir, y trabajar anulando todo pequeño impulso
de vida que pudiera surgir.
A mis compañeros de piso a penas les veía, solo cuando se me acababa
el hachís hacía por verlos, siempre me dormía colocado, así no soñaba. Y nunca
me colocaba para trabajar, porque así tampoco soñaba.
Así fui llegando a otro de esos días grises, esos días que parecen no
tener importancia y al cabo de los años los recuerdas como un instante
decisivo. No lo fue tanto.
Serían cerca de las cuatro de la mañana, la zona por la que trabajo se
convierte al amparo de la noche en una mala copia de Sin City, se ven
prostitutas que suben y bajan hacia Montera, algunos colgados que se funden
tras el telón invisible que es la calle Desengaño, un nombre muy apropiado,
como si Montera se llamara calle de la
Planificación Familiar. Los mendigos se agolpaban hasta hace poco alrededor de
la parada de metro de Callao, ahora, con las obras se dispersan por todos los
lugares posibles, donde había un pequeño abrigo de los vientos fríos de la
ciudad, allí había un mendigo envuelto en cartones y bolsas, con suerte con
alguna manta, todos con un brick de vino, no es un punto a criticar, el frío es
insoportable, y borracho lo notas, pero te da igual.
Teníamos órdenes de no dejar que ninguno acampase cerca de los cierres
de las puertas principales del centro comercial, y aunque hacíamos la vista
gorda- más por no tener encontrones con gente que podía estar muy pasada que
por caridad humana- de vez en cuando alguno de nosotros tenía que desalojar a
alguno durante una de las rondas, para que no se acostumbraran. Os juro que
aquella noche, el cielo no era negro, era gris, gris ceniza.
Helaba.
Me encontré el bulto en la callejuela trasera, le hice varias señales
con la linterna, pero no reaccionaba. Me acerqué un poco más y me dirigí
cortésmente hacia la persona que anidaba bajo aquellos andrajos, no obtuve
contestación por lo que pedí refuerzos, algún compañero estaba a punto de bajar
y se lo hice saber al mendigo.
Helaba.
Cuando llegó mi compañero no se lo pensó dos veces, se dirigió hacia
el individuo y le propinó una patada en las costillas mientras le gritaba que
se levantara, que con él no se jugaba. El bulto se desparramó por el suelo
dejando a la vista un cuerpo azulado y rígido
Helaba.
Yo ese día dormí en manga corta en mi casa, y me preocupó la sensación
de no sentir nada por haber descubierto el cuerpo de un pobre ilegal congelado.
Debía sentir pena, debería estar de alguna manera impactado por lo sucedido,
pero lo cierto es que no.
No me costó conciliar el sueño, e incluso días después me reía con los
chistes de mal gusto de algunos compañeros, bautizaron al muerto como el
Pitufo, porque era bajito y estaba azulado. No me hacía gracia, pero tampoco me
molestaba.
Durante una serie de días menos grises, volqué mi pensamiento en un
juego diferente, quise recordar uno por uno los momentos malos que había pasado
a nivel emocional, rupturas, desengaños, traiciones, defunciones, no sé una
lista que solo me llevaron a una conclusión, era incapaz de sentir pena por
nadie. Falta de empatía parece que se llama la cosa, no siento nada por nadie,
todo me da igual, quizás por eso estoy solo.
Como persona poco inteligente que soy, y haciendo caso omiso a mi
tradición de hermetismo, decidí sacar la conversación con uno de mis
compañeros, Juárez, esperé tres semanas hasta que coincidí con él en el turno.
Juárez era un veterano, llevaba toda su vida trabajando como vigilante
de fincas, conserje, y ahora segurata de empresa cutre, toda una vida de
servicio eludiendo responsabilidades a base de horas de trabajo sencillo y
litros de whisky.
Sin embargo era un hombre que te podía sorprender en cualquier momento
con algún dato, alguna anécdota, alguna reseña histórica que desvelaban parte
de su basta sabiduría. Nunca había estudiado, pero era un lector insaciable,
siempre le veía con un libro en las manos, su vida, fue su elección, era el
único de allí que podía decir eso, ya que nunca tuvo más carga que sí mismo ni
más preocupaciones que cómo gastar el dinero de la manera más placentera, casi
onanística posible, putas, coca, mucho alcohol, y buenos alimentos. A sus
sesenta años trabajaba cuatro días como un perro para vivir dos de la manera
más artificial posible, dedicado a los placeres de la pobre clase media-baja.
Para Juárez no existían cosas tan cotidianas como la política o la
religión, las revoluciones- dijo en alguna ocasión- consiguieron ponerle un
nuevo collar al perro, pero el perro seguía dándole la patita al nuevo amo como
lo hiciera antes con el noble. En cuanto a la religión decía que si eran
realmente el opio del pueblo él estaría fumando Bíblias y Coranes como loco.
-Ya vienen la los siniestros, todos iguales, uniformados para sentirse
a la vez originales y acompañados. Menuda panda de idiotas- empezaba el turno y
aún no nos habíamos ni saludado- espero que la noche sea tranquila, ayer libré
y mi cuerpo ya no se recupera tan rápido como antes.
-¿Qué edad tienes Juárez?- sabía lo que me iba a contestar.
- ¿Eres maricón?-siempre que podía hacía algún comentario incómodo, al
ser posible sexista, homófono o racista, no es que el comulgara con alguna de
esas ideas, simplemente le gustaba provocar, en más de una ocasión incluso
temporizaba la respuesta para hacerla coincidir con el paso de algún cliente al
que luego se quedaba mirando.
- Ya sabes que si no fuese un asexual obligado sería un gay culto y
refinado, de los que dirigen el mundo- me divertía en ocasiones seguirle el
rollo.
- No te imagino como obispo- un señor trajeado y casposo que llevaba
un rato esperando que su secretario le trajera el coche del parking se volvió
hacia nosotros.
- No, nunca sabría si ponerme ropa interior debajo de la sotana- nada
más terminar de decir esto Juárez entendió por donde iba y sonrió antes de
contestarme.
- Sin ropa interior, sin duda, ¿no sabes nada o qué?- el casposo
trajeado no perdía detalle de nuestra conversación- ya sabes es más cómodo para
el monaguillo.-en ese momento hizo un gesto imitando una felación.
-Es usted un sinvergüenza, dígame ahora mismo su nombre- explosión de
caspa- soy intimo amigo del director del departamento de compras, y pienso tener
una charla…-Juárez no le dejó terminar, sacó la porra del cinto y cogió el
walkie.
-Seguridad, un individuo está armando jaleo en la puerta principal,
solicitamos refuerzos, es hostil, llamen también a los municipales.
-Pero usted no sabe quien soy yo…- el casposo dijo palabra por palabra
la frase favorita de Juárez-.
-¡Me cago en el Opus y en la puta estirpe de Franco!-mientras gritaba
comenzó a dar golpes con la porra sobre una papelera que había cerca.
El casposo salió corriendo acongojado, vimos a lo lejos que en ese
momento llegaba el secretario con el coche, el pobre tuvo que aguantar una
bronca tremenda y degradante, pero nosotros nos reímos a gusto.
-En cuanto a tu problema no me lo cuentes a mí- me dijo sonriendo
Juarez- cuéntaselo aun profesional, toma- se sacó el móvil de la chaqueta del
uniforme- llama a la radio, al programa de Tena es una cachonda, te puede ayudar.
Así comenzó la extraña adicción a tocar los huevos desde las ondas.
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