lunes, 20 de agosto de 2012

PRÓLOGO


Puedo considerar aquella noche como la primera de una serie de noches grises y tormentosas de radio, en las que mis llamadas a distintos programas amenazando con el suicidio se convirtieron en una grata diversión.
Era mi intención escribir una novela, he dicho en al menos tres emisoras que no tengo amigos, es más bien un insulto descarado de mí hacia mí. De lo que era cuando todo empezó, de lo que quise ser y de lo que finalmente he sido.
Empezando por el pasado, he gritado a las ondas a grandes rasgos en que consistía mi vida, básicamente era un enorme pozo de soledad y hastío, y yo no era lo suficientemente avispado para suicidarme, pero si lo suficiente para sentir con cada respiración de mi cuerpo, que algo fallaba.
Salí cierto día del trabajo, era invierno, diciembre creo, hacía mucho, mucho frío, mi horario era de siete de la tarde a siete de la mañana, era temprano, pero no tanto, en las calles de Madrid hay siempre gente. Volvía como decía a casa caminando, no vivo demasiado lejos y me gusta cruzar Preciados a mis anchas. Ya estaban puestas las luces de Navidad, todo era tan siniestramente hermoso que daban ganas de salir corriendo, y eso hice.
En el cruce de Gran Vía con Montera aquella mañana una anciana sin identificar murió congelada sentada en un banco de la calle, no era algo anormal, me fijé en un detalle en el que nadie parecía reparar, la anciana tenía un mendrugo de pan en una de sus azuladas manos, en su abrigo y en sus botas había migas de pan. Le daba de comer a unas palomas desagradecidas, no habían querido su comida, pero lo que me resultó aún más curioso, ella sonreía.
No sé que me impulsó, pero solo pensaba en llegar a casa, comerme un par de bollos de chocolate  dormir hasta las seis y media de la tarde, vestirme y sin cruzar mirada con nadie volver a mi absurdo puesto de trabajo.
Estuve haciendo eso hasta que acabaron las Navidades a primeros de Enero, sin librar ni un solo día, mi cansancio no era algo físico, tenía puesto una especie de automático biológico o algo parecido que me permitía estar durante meses sin librar.
No, el problema es que cuando libraba no sabía que hacer, me sobraba el tiempo, no lo quería, solo dormir, y trabajar anulando todo pequeño impulso de vida que pudiera surgir.
A mis compañeros de piso a penas les veía, solo cuando se me acababa el hachís hacía por verlos, siempre me dormía colocado, así no soñaba. Y nunca me colocaba para trabajar, porque así tampoco soñaba.
Así fui llegando a otro de esos días grises, esos días que parecen no tener importancia y al cabo de los años los recuerdas como un instante decisivo. No lo fue  tanto.
Serían cerca de las cuatro de la mañana, la zona por la que trabajo se convierte al amparo de la noche en una mala copia de Sin City, se ven prostitutas que suben y bajan hacia Montera, algunos colgados que se funden tras el telón invisible que es la calle Desengaño, un nombre muy apropiado, como si  Montera se llamara calle de la Planificación Familiar. Los mendigos se agolpaban hasta hace poco alrededor de la parada de metro de Callao, ahora, con las obras se dispersan por todos los lugares posibles, donde había un pequeño abrigo de los vientos fríos de la ciudad, allí había un mendigo envuelto en cartones y bolsas, con suerte con alguna manta, todos con un brick de vino, no es un punto a criticar, el frío es insoportable, y borracho lo notas, pero te da igual.
Teníamos órdenes de no dejar que ninguno acampase cerca de los cierres de las puertas principales del centro comercial, y aunque hacíamos la vista gorda- más por no tener encontrones con gente que podía estar muy pasada que por caridad humana- de vez en cuando alguno de nosotros tenía que desalojar a alguno durante una de las rondas, para que no se acostumbraran. Os juro que aquella noche, el cielo no era negro, era gris, gris ceniza.
Helaba.
Me encontré el bulto en la callejuela trasera, le hice varias señales con la linterna, pero no reaccionaba. Me acerqué un poco más y me dirigí cortésmente hacia la persona que anidaba bajo aquellos andrajos, no obtuve contestación por lo que pedí refuerzos, algún compañero estaba a punto de bajar y se lo hice saber al mendigo.
Helaba.
Cuando llegó mi compañero no se lo pensó dos veces, se dirigió hacia el individuo y le propinó una patada en las costillas mientras le gritaba que se levantara, que con él no se jugaba. El bulto se desparramó por el suelo dejando a la vista un cuerpo azulado y rígido 
Helaba.
Yo ese día dormí en manga corta en mi casa, y me preocupó la sensación de no sentir nada por haber descubierto el cuerpo de un pobre ilegal congelado. Debía sentir pena, debería estar de alguna manera impactado por lo sucedido, pero lo cierto es que no.
No me costó conciliar el sueño, e incluso días después me reía con los chistes de mal gusto de algunos compañeros, bautizaron al muerto como el Pitufo, porque era bajito y estaba azulado. No me hacía gracia, pero tampoco me molestaba.
Durante una serie de días menos grises, volqué mi pensamiento en un juego diferente, quise recordar uno por uno los momentos malos que había pasado a nivel emocional, rupturas, desengaños, traiciones, defunciones, no sé una lista que solo me llevaron a una conclusión, era incapaz de sentir pena por nadie. Falta de empatía parece que se llama la cosa, no siento nada por nadie, todo me da igual, quizás por eso estoy solo.
Como persona poco inteligente que soy, y haciendo caso omiso a mi tradición de hermetismo, decidí sacar la conversación con uno de mis compañeros, Juárez, esperé tres semanas hasta que coincidí con él en el turno.
Juárez era un veterano, llevaba toda su vida trabajando como vigilante de fincas, conserje, y ahora segurata de empresa cutre, toda una vida de servicio eludiendo responsabilidades a base de horas de trabajo sencillo y litros de whisky.
Sin embargo era un hombre que te podía sorprender en cualquier momento con algún dato, alguna anécdota, alguna reseña histórica que desvelaban parte de su basta sabiduría. Nunca había estudiado, pero era un lector insaciable, siempre le veía con un libro en las manos, su vida, fue su elección, era el único de allí que podía decir eso, ya que nunca tuvo más carga que sí mismo ni más preocupaciones que cómo gastar el dinero de la manera más placentera, casi onanística posible, putas, coca, mucho alcohol, y buenos alimentos. A sus sesenta años trabajaba cuatro días como un perro para vivir dos de la manera más artificial posible, dedicado a los placeres de la pobre clase media-baja.
Para Juárez no existían cosas tan cotidianas como la política o la religión, las revoluciones- dijo en alguna ocasión- consiguieron ponerle un nuevo collar al perro, pero el perro seguía dándole la patita al nuevo amo como lo hiciera antes con el noble. En cuanto a la religión decía que si eran realmente el opio del pueblo él estaría fumando Bíblias y  Coranes como loco.
-Ya vienen la los siniestros, todos iguales, uniformados para sentirse a la vez originales y acompañados. Menuda panda de idiotas- empezaba el turno y aún no nos habíamos ni saludado- espero que la noche sea tranquila, ayer libré y mi cuerpo ya no se recupera tan rápido como antes.
-¿Qué edad tienes Juárez?- sabía lo que me iba a contestar.
- ¿Eres maricón?-siempre que podía hacía algún comentario incómodo, al ser posible sexista, homófono o racista, no es que el comulgara con alguna de esas ideas, simplemente le gustaba provocar, en más de una ocasión incluso temporizaba la respuesta para hacerla coincidir con el paso de algún cliente al que luego se quedaba mirando.
- Ya sabes que si no fuese un asexual obligado sería un gay culto y refinado, de los que dirigen el mundo- me divertía en ocasiones seguirle el rollo.
- No te imagino como obispo- un señor trajeado y casposo que llevaba un rato esperando que su secretario le trajera el coche del parking se volvió hacia nosotros.
- No, nunca sabría si ponerme ropa interior debajo de la sotana- nada más terminar de decir esto Juárez entendió por donde iba y sonrió antes de contestarme.
- Sin ropa interior, sin duda, ¿no sabes nada o qué?- el casposo trajeado no perdía detalle de nuestra conversación- ya sabes es más cómodo para el monaguillo.-en ese momento hizo un gesto imitando una felación.
-Es usted un sinvergüenza, dígame ahora mismo su nombre- explosión de caspa- soy intimo amigo del director del departamento de compras, y pienso tener una charla…-Juárez no le dejó terminar, sacó la porra del cinto y cogió el walkie.
-Seguridad, un individuo está armando jaleo en la puerta principal, solicitamos refuerzos, es hostil, llamen también a los municipales.
-Pero usted no sabe quien soy yo…- el casposo dijo palabra por palabra la frase favorita de Juárez-.
-¡Me cago en el Opus y en la puta estirpe de Franco!-mientras gritaba comenzó a dar golpes con la porra sobre una papelera que había cerca.
El casposo salió corriendo acongojado, vimos a lo lejos que en ese momento llegaba el secretario con el coche, el pobre tuvo que aguantar una bronca tremenda y degradante, pero nosotros nos reímos a gusto.
-En cuanto a tu problema no me lo cuentes a mí- me dijo sonriendo Juarez- cuéntaselo aun profesional, toma- se sacó el móvil de la chaqueta del uniforme- llama a la radio, al programa de Tena es una cachonda, te puede ayudar.
Así comenzó la extraña adicción a tocar los huevos desde las ondas.

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