Un cuerpo,
pesado,
se desploma en el camastro.
Un colchón lo recibe.
Calima, bochorno,
humedad que se adhiere
al interior de los pulmones,
aire denso, salitre...
...el cuerpo respira
adormecido, mecido
por la quietud.
De la playa se escapan ecos de estío, se fusionan con el olor del mar y vuelan, colina arriba, hacia el pueblo. El sol irradia fuego desde su vértice, refleja su poder en las casas encaladas, se derrama difuminando los adoquines como en un cuadro de Turner.
Desahuciados del paraíso miran con desprecio al hombre blanco y murmuran mientras venden sus refrescos. Algunos fueron pescadores, hoy aferrados al pasado, hombres a quienes extirparon la tranquilidad, la sencillez.
Los negros también deambulan, con sus pies ajados, sus manos ásperas, tratando de mantener la lucidez a flote en medio del vacío. Vestidos, bolsos, gafas...pruebas de vida para quien no las necesita.
Lo percibo todo desde la habitación desconchada de una residencia que conoció días mejores. Ventanas sin cristales, una humilde corredera de hojas de palma ensombrece la morada, huele a cal, a mar, a paja húmeda, cierro los ojos, aburrido, confiado, me sumerjo en un océano de inquietudes arrinconadas, de cuentos inconclusos, de furia, de malestar, de sueños en blanco y plata.
La llamada a la oración
me despierta.
El sol furtivo.
Regresas
-vida-
a las calles.
Me visto y vagabundeo por las callejuelas, me asomo por el mercado, allí se reúne el gentío, junto a la mezquita. En unos minutos el pueblo estará en silencio.
Rezarán a un dios tan sordo como cualquier otro.
El aire se torna misterio.
Un aroma especiado,
de ramas secas,
un aroma curtido,
un flujo de sensaciones
mezcladas,
desordenadas...
Soy el lobo entumecido
que dentellada
a dentellada
descarna el cadáver
del sexo místico.
Percibo y asimilo lamentos,
vierto al mar la conciencia,
la serenidad,
y me diluyo
en los cantos de sirena,
mientras el atlántico
dibuja partículas
-lágrimas-
en la arena.
La noche aún latente, se esconde entre las callejas.
Se encienden faroles -clandestinos- guías de un camino oportuno para el suicida onanista, un camino inadvertido para el ofuscado viajero.
Aletargado por el hash, con las notas narcóticas de un bouzouk filtrándose por las paredes, pruebo el té y converso con los lugareños, me sonríen con sus desdentadas bocas, con sus ojos.
Subyugados, consumidos, me señalan y ríen, me ofrecen la boquilla de su shisha, les contesto con un guiño y pruebo el dulce sabor de un tabaco afrutado, adulterado con el óleo del cannabis.
El tiempo se detiene,
juego con los segundos,
dígitos que planean
por la estancia
que me rodean
y atraviesan,
hasta caer dormido.
El canto del Muadhin en la mañana suena como un soplo de cordura, salgo a la calle por un patio en cuya fuente me enjuago los pies. Sherezade tiende sábanas escondida bajo un burka.
Vuelvo a la casa encalada de paredes desconchadas, vuelvo cargando sobre las espaldas el vacío de mil vidas, me echo en el catre, abato las hojas de palma y busco en la vigas del techo una verdad cualquiera.
Un cuerpo,
pesado,
se desploma en el camastro.
Un colchón lo recibe.
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