lunes, 10 de junio de 2013

Notificación

Nunca vi más negro el mundo que aquella tarde en sus ojos... 

Samu lloraba como un niño, 
la carta resbalaba de sus manos a cámara lenta en una extraña anomalía gravitatoria, 
Samu temblaba, 
él que se partió la cara con los gitanos de Pan Bendito, 
él que después se emborrachó con ellos hasta el amanecer,   
lloraba, 
como un bebé desdentado sin consuelo alguno, 
y me miraba, sorbiendo los mocos, 
enjuagándose con el tatuado antebrazo. 

- Los mato, antes los mato... 

La mirada de Samu se nublaba con una locura antigua, 
la del guerrero derrotado y herido que sabe de muerte
y como esclavo morirá en las minas de sal. 

El móvil destrozaba una canción de Raphael a ritmo de reggeton, 
los niños bailaban en pijama, la abuela siempre prudente 
se los llevó a la habitación del fondo, 
en la televisión un anuncio de moda, más vacío que nunca. 

-La gente da asco, amigo, la gente da asco-
el móvil sonaba - la gente da asco- repetía una y otra vez, 
y el móvil sonaba, desagradable, sonaba y Samu lo miraba ausente, 
desde el borde del sofá, 
con la cabeza inmovilizada por las manos callosas, 
por sus fuertes antebrazos vestidos con cristos, vírgenes y santos, 
una capilla sixtina con pulso, con vida, 
que aferraba la coronación agotada de un rey destronado. 

Samu lanzó el teléfono contra la pared, 
piezas de plástico y odio llovieron sobre el sucio parquet. 

-Líame un porro, amigo, y coge la libreta. 

La tarde se rendía cansada cuando vinieron a por los niños. 
Samu no salió a despedirlos, 
en posición fetal bajo la cama me dictaba su versión, 
y culpaba de toda su mierda a la crisis, al paro, 
a la codiciosa sociedad... 

Yo escribía, bebía y escribía, 
como antes, 
cuando bebíamos y desnudábamos la noche sin principios, 
en plena libertad. 

Nadie pensaba entonces que la libertad tendría consecuencias.

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