lunes, 31 de marzo de 2014

Una historia

El coche era una mierda, bajó la pendiente haciendo eses, estrellándose  contra la cristalera de la entrada de Urgencias.

La megafonía del Hospital no paraba de soltar frases aceleradas, indescifrables para quien no tuviera el oído entrenado. Miriam se escondió en un box vacío, se tragó en seco un par de lexatines, respiró hondo y se dirigió a la entrada de urgencias, era un caos, los médicos no terminaban de llegar, la noche había sido un infierno, una de esas noches en las que una enorme luna llena de color rojo avisaba de lo que estaba por llegar, una noche de luna de sangre. Los celadores consiguieron abrir la puerta del coche y sacaron a un chico de unos treinta años, le habían disparado en la tripa. El chico gritaba presionándose la herida, tenía la mirada perdida.

Miriam le atendió en primer lugar, cortó la camiseta y dejó al descubierto un pequeño agujero por el que no paraba de salir sangre, limpió la herida, con la ayuda de un celador voltearon al paciente, buscando un orificio de salida que no encontraron, cuando el doctor pudo aparecer Miriam ya le había diagnosticado y fue enviado a quirófano.

Juan irrumpió en el hospital arroyando la entrada principal de urgencias, el dolor era inmenso, apenas podía mantener la consciencia, aun menos el control del coche. El golpe contra los cristales agudizó el dolor que le subía por las extremidades, sintió como le sacaban del vehículo, y una gran ola de sonidos, movimientos y olores le barrió de la realidad, transportándole a un nuevo nivel de confusión.

Desde la camilla sólo podía ver el amarillento techo de la sala y un fluorescente que emitía una fría luz azulada, sintió unas manos arrancándole la ropa, el frío tacto de algún objeto metálico,  después le movieron y no pudo contener un grito de dolor, el final se le antojaba cercano, miraba la fría luz azulada con la esperanza de que se convirtiera en aquella luz cálida que parecía aguardar al final de la existencia, en cambio, fue el rostro hermoso y amable de la enfermera quien eclipsó el fluorescente, aquel rostro, aquella sonrisa, aquellos ojos tristes, sin comprender por qué, fue consciente de que no iba a morir ese día.

Aquella mañana Juan salió de casa con unos asuntos pendientes que debía solucionar, la banda de “El Chino” se había apoderado del extrarradio de la ciudad, no sólo eran quienes mantenían a ralla a los chulos de las muchas casas de putas de Montera, también habían conseguido echar a los nigerianos y quedarse con el control de la venta de falsificaciones, las drogas también pasaban por sus redes. Ahora quería ser legal, El Chino había apostado fuerte y el fin de semana anterior reunió a los dueños de las casas de compra venta de oro, eligió uno al azar y le disparó en la nuca, desde aquel momento aquel negocio sería el suyo. Juan era amigo de “El Chino” desde la infancia, y aunque no quería entrometerse en sus negocios siempre que Juan necesitaba dinero “El Chino” le buscaba algún trabajillo bien remunerado y con poco riesgo.  El último salió mal.

Un día después un médico firmaba el traslado, la policía vino a recogerle en un furgón. Le esperaban seis años de condena por tentativa de homicidio, robo frustrado y posesión de cocaína.  Juan estaba jodido, jodido de verdad, dejaba en aquella sala de urgencias un pedazo de corazón en manos de una completa desconocida.

Miriam terminó la carrera hace unos años y había estado dando tumbos de empleo en empleo, ahora tenía cierta estabilidad, pero los distintos turnos y la falta de personal, que le obligaba a echar horas, habían convertido su vida en pareja en un desierto, de sentimientos, de sexo, un desierto que había secado cualquier esperanza de futuro. Su chico se fue un lunes temprano, metió en la maleta lo básico, parecía que tuviera prisa, le dejó una fría nota de despedida y unas instrucciones sencillas:

- No volveré a verte, las cosas que no me he llevado las puedes tirar.

Esa cortante y estúpida nota, después de varios años de relación le pareció a Miriam un bofetón en el alma, y más cuando sabía que la realidad era que su chico se había ido con otra. Miriam comenzó a tener problemas para poder dormir. Las noches se convertían en un lento transcurrir de las horas, su corazón se aceleraba, hiperventilaba sin razón, sentía en las tripas el cosquilleo del que va a saltar al vacío a punta de pistola.

La primera noche que durmió bien fue gracias a la benzocaína, no volvió a dormir sin su ayuda.

No conseguía recuperarse,  doblaba  turno sólo para estar ocupada, por no estar sola en casa. Sabía que era joven, que era guapa, pero no quería volver a pasar por lo mismo, no necesitaba la amargura de sostener una relación, su trabajo era su vida, no quería más. Aquella noche atendió por vez primera a un herido de bala, su turno estaba a punto de terminar, aún así se hizo cargo de las primeras curas, mitigó su dolor, y recibió de él una descarga cuando sus miradas se cruzaron. No supo con certeza que le decían aquellos ojos, no sabía si irradiaban vida, si eran ganas de morir lo que daban ese brillo especial, pero aquel chico, con la mirada, le comunicaba algo, algo que ,sin poder explicárselo, intuía que estaba enlazado con algo superior a ella.  

No estaba preparada para ello, no sabía muy bien cómo interpretar lo que fuese que le había removido por dentro, asustada se fue al vestuario, nerviosa se tomó un par de pastillas sin recordar el par que se había tomado hace unos minutos, repitió la operación hasta en seis ocasiones ausente de toda realidad, hasta que cayó desplomada sobre el frío suelo.


En la cárcel Juan tomó consciencia de su situación, era un mierda, un parásito que vivía sin dar ni golpe, siempre buscando el dinero fácil, antes se creía especial, diferente, antes pensaba que la sociedad era un cáncer y su mundo, su mundo de drogas, putas, alcohol y violencia, era lo más parecido a vivir…  Ahora cada vez que cerraba los ojos el rostro de la enfermera, sus manos empapadas en sangre, la paz de su mirada… quería aquello, aún más, quería merecerlo.

Juan se propuso cambiar, la cárcel es una oportunidad si sabes aprovecharla, pero también se puede convertir en un enorme pozo de basura. Su compañero de celda era una bestia, de vez en cuando se le cruzaban los cables y le machacaba la cabeza, de manera literal, a algún preso, la gente decía que estaba loco, pero Juan no lo creía, Rogelio no agredía al azar, detrás de cada cabeza destrozada se escondía un condenado por abusos sexuales, era una bestia con principios, y esos principios tan personales fueron los que llevaron a Rogelio a ejercer de ángel de la guarda.

Durante el tiempo que duró la condena Juan se dedicó a estudiar, con mucho esfuerzo y con la ayuda de los profesionales del centro penitenciario consiguió aprobar un grado en Trabajo Social, hizo las prácticas en la cárcel, colaborando y aprendiendo del psicólogo que elaboraba los informes de los presos. Rogelio lo mantenía apartado de las malas compañías y le conseguía la tranquilidad necesaria. El último año de condena fue un tiempo de máxima realización para Juan, se sentía mejor que nunca, en paz con el mundo, de una manera que jamás hubiera imaginado, y lo había conseguido ayudando  agente a la que podía entender.
Quería empezar de cero, ayudar a los más necesitados de la misma manera que lo habían ayudado a él, quería tener una vida honrada, equilibrada, forjarse un presente y entonces, sólo entonces, buscarla, hablar con ella, decirle que aquella noche no sólo salvó su vida, salvó su alma.

En unas semanas, gracias a la colaboración de los servicios sociales de la cárcel Juan consiguió varias entrevistas, su pasado como delincuente lejos de perjudicarle le abrió puertas, tenía la experiencia, hablaba el mismo idioma.
Un año después Juan coordinaba un proyecto de ayuda a madres maltratadas para una importante ONG, no había vuelto a vivir en su barrio, alquiló un pequeño apartamento en las afueras, y por fin se sentía lo sufientemente seguro para buscar a la enfermera, era un miembro útil de la sociedad, no tenía deudas con la justicia, era el momento de construir una vida.

Cuando llegó al hospital no sabía por dónde empezar. Se coló en urgencias con la esperanza  de reconocer su rostro, pero no hubo suerte, preguntó entonces a  unas enfermeras que estaban en la calle fumando, les describió a la chica pero no parecían conocerlas, una de ellas le recomendó que acudiera a administración, y ya que el paciente era él podría pedir su expediente, en el expediente aparecería el nombre del doctor que le atendió, y él le conduciría a la chica.

En administración le facilitaron su expediente y conoció así el nombre del médico que le atendió, el Dr. Casas. Seguía trabajando en el hospital pero esa semana hacía turno de noche.
Cuando dieron las nueve de la noche Juan temblaba, preguntó en admisiones por el Dr.Casas, apareció después de una hora, se excusó, había tenido que suturar una herida de arma blanca. Juan le contó su historia, el médico se acordaba de la enfermera, se acordaba muy bien de ella:

- Una pena  -le dijo-  una chica joven, guapa, con mucho talento, cuando ingresó usted ya estaba enganchada a los antidepresivos, poco después el hospital le abrió expediente, algo confidencial de lo que no quisieron contar nada, aunque en este trabajo los rumores parecen alimentar, son muchas horas ya sabe, y los cotilleos siempre están ahí.

-¿Y qué se rumoreaba Dr. Casas?

- Me parece de mal gusto caer en ese juego, pero usted pregunte a cualquier enfermera por Miriam. Ahora si me disculpa, tengo algo de prisa.

-Gracias Doctor.- Juan ya podía ponerle nombre al fantasma.

Sin que nadie de seguridad le preguntase nada Juan entró en la sala de descanso de los enfermeros, allí sentado leyendo una revista del corazón había un chico de unos treinta años, gordo, calvo y con aspecto de no haber dormido bien en varios años. En un sofá, enfrente, dos chicas jóvenes charlaban animadamente, otra, de unos cuarenta y muchos tomaba café apoyada en la ventana. Juan se acercó a esta última.

-Disculpe, soy un antiguo amigo del instituto de Miriam, hace años que no estamos en contacto pero voy a pasar unos días por la capital y en el último mail que me mandó me dijo que era enfermera de este hospital, pero no parecen saber nada de ella en recepción, así que me he colado para preguntar a sus compañeros, estoy preocupado.-La mujer le miró de arriba abajo, estaba muy seria y por unos segundos Juan creyó que iba a llamar a seguridad, y que lo echarían de mala manera.

-Muy triste lo de esa niña- dijo el chico rompiendo el silencio - no sé qué habrá sido de ella, pero tu amiga intentó suicidarse hará un par de años, cuentan que se tomó varias tabletas de Valium.

- Eso son habladurías-contestó indignada la enfermera de más edad- era muy buena chica, tenía problemas, pero nunca se suicidaría.

-¿Sabrían decirme cómo puedo encontrarla? –Juan no pudo ocultar un tono de preocupación en la voz, tono que percibieron en la sala como sincero.

-No sé de ella desde hace un par de meses querido – la voz de la enfermera se suavizó- pero la última vez que supe de ella estaba a punto de ingresar en un centro de desintoxicación, cerca de Villaverde, espera que te apunto la dirección.

Juan se despidió agradecido de los enfermeros, en aquel possit   estaba la clave para su felicidad, aunque una sombra de duda se alargaba en su interior, había construido una vida nueva, sólida, plena, y la situación de Miriam podría desestabilizarla, arrugó el papel con la intención de tirarlo, seguir adelante, no complicarse la vida, ya que comprendía perfectamente las consecuencias. Con la dirección de la clínica hecha una pelota en su mano se dirigió al Metro, estuvo a un segundo de tirar el papel a la basura cuando comprendió que su vida, nueva, sólida, plena, estaba cimentada en la imagen de aquella chica, Miriam, sin conocerle le había salvado, ahora no podía fallar, no podía dejarla en la estacada.

Juan llegó por la tarde a la clínica de desintoxicación, el horario de visita estaba a punto de terminar,  desde la sala de espera se podía ver parte del parque por el que los ingresados daban largos paseos, a lo lejos, sentada bajo un enorme madroño estaba ella. La reconoció de inmediato, estaba más delgada, más pálida, pero era ella, no había dudas, sus ojos, ventanas que se asoman a un mundo oscuro, sus labios, sus piernas encogidas, cercadas por sus largos brazos, su pelo negro coqueteaba con el azul más profundo.

Desde la profundidad de la tristeza Miriam, reparó en Juan, estaba en pie tras la cristalera que separaba el pabellón de visitas del jardín. Algo en ese chico le resultaba familiar, no sabía qué era, la forma como la miraba, tal vez. Se puso nerviosa, no eran nervios provocados por el miedo, era algo distinto, más parecido a la sensación que remueve las tripas en una atracción de feria, unos nervios que bien pudieran ser la alerta de algo bueno por venir. Se levantó con electricidad recorriendo su espina dorsal, se acercó a la cristalera.

Juan la vio venir, etérea, parecía que levitaba sobre el césped, la blancura de su piel remarcaba la intensa oscuridad de sus ojos negros, se plantó delante de él, mirándole fijamente. Miriam puso sus manos sobre el cristal, Juan hizo lo mismo, y así, se quedaron unos minutos mientras sus espíritus danzaban entre las arizónicas y los rosales.
Juan se levantó la camiseta y mostró su cicatriz, Miriam comprendió, empañó con su aliento el cristal y escribió: “Espérame, tres días”. Ambos sonrieron y mantuvieron el instante todo el tiempo que les fue posible. Terminó el horario de visitas y Juan, renacido, volvió a casa deseoso de acostarse y soñar con ella, deseoso de abrazarla cuando pasaran esos tres días.

La espera llegó a su fin y Juan se presentó nervioso en la clínica. La sala de espera parecía aún más angustiosa que tres días atrás, la puerta blanca que comunicaba con la residencia se abrió, y acompañada por una enfermera apareció Miriam. Los dos se quedaron mirándose, se cogieron de la mano, Juan agarró la maleta de Miriam y salieron juntos de la clínica.

- ¿Ahora qué hacemos? –preguntó un poco ausente Miriam.

- Debes descansar –sugirió Juan- dime a dónde quieres que te lleve, duermes un poco y mañana nos contamos nuestras vidas.

- Llévame a tu casa, no quiero saber nada de nadie, no me apetece ver caras de compasión, o lo que es peor, de decepción.- Miriam abrazó a Juan-

-Puedes quedarte a mi lado toda la eternidad.

Llegaron al apartamento de Juan a media mañana. Miriam estaba cansada, después de una ducha se acurrucó en la cama y hecha un ovillo se durmió. Cuando despertó había pasado un día entero. Juan no estaba pero había dejado una nota sujeta con un imán en la puerta del frigorífico:

“Tengo que trabajar, volveré después de comer, tienes lo que necesites en el frigorífico, te dejo una copia de la llave, estás en tu casa.”

Miriam se vistió, desayunó cereales con café, y se sentó en el sofá. Quedaban algunas horas para que regresara Juan, sabía que era una locura, que no conocía de nada a aquel chico, le recordaba, recordaba la noche que ingresó con una herida de bala, recordaba agarrarle de la mano, su frente perlada en sudor, sus ojos convencidos de que la muerte rondaba cercana, recordaba el ataque de ansiedad que sufrió cuando el Dr. Casas le dijo que estaba fuera de peligro, recordaba cómo se vino abajo en la sala de enfermería, las lágrimas que no podía contener, un llanto incontrolable que la dejó exhausta, temblorosa, sin noción de cuantas pastillas había tomado.
Se aburría, la televisión no aportaba nada a la situación, comenzó a pasear por el apartamento, las estanterías estaban llenas de libros de bolsillo y fotografías de países asiáticos, no había ninguna en la que estuviera Juan, su habitación era minimalista, una cama, un armario empotrado, una mesilla. Abrió el armario, la ropa estaba colocada por días de la semana, en los cajones el orden era casi irritante. Una caja de puros llamó su atención, era pesada, la cogió y la llevó al salón, sentada de nuevo en el sofá la abrió.

Cuando Juan llegó Miriam se había vuelto a quedar dormida, esta vez en el sofá, tenía sobre la mesa la caja donde guardaba lo que quedaba de su pasado, algunas fotos con los amigos del barrio, recortes de periódicos donde mencionaban algún golpe en el que estuvo involucrado, los impresos y formularios que le entregaron al salir de prisión, lo más importante no astaba, Juan buscó por el suelo, bajo el sofá, cuando Miriam despertó.

-¿Buscas esto? – le preguntó enseñando una bala machacada-

- Si, esa bala me llevó a ti. Es muy importante- contestó mientras apretanba con su mano la mano
de Miriam, cobijando entre ambos el pedacito de metal.

-¿Qué paso aquella noche?, ¿Cómo acabaste medio muerto?

- Es el pasado, todo lo que hubo antes del disparo está enterrado.

- Necesito tu ayuda –Miriam bajó la mirada mientras se incorporaba y se acercaba a Juan- tienes amigos que pueden ayudarme, tus amigos, pueden venderme algo – la cara de Juan se ensombreció- no, no me entiendas mal, no quiero volver a engancharme, es sólo un poco, una despedida, sólo una vez más.

- ¡No puedo hacer eso, tú, tú, no piensas lo que dices, escúchate!- Juan sintió cómo algo en su interior se quebraba.

- Si no quieres ayudarme no hay problema, en diez minutos me marcho.- Miriam comenzaba a hablar con un tono violento.

- No es lo que esperaba – Juan estaba muy serio- no es lo que esperaba.

- Sólo un par de gramos, venga, qué te cuesta, seguro que con una llamada – Miriam insistía.

- Ya no tengo relación con esa gente, es más, no creo que reaccionaran bien si me los encuentro, para ellos soy un traidor.- Juan no sabía qué hacer- ¡Vayámonos!, vayámonos lejos de aquí, a la costa, al norte, a otro país, dejemos todo atrás.
Miriam sonrió, hizo su maleta, tenía pocas cosas que meter, se acercó a Juan  y por primera vez desde que se encontraron le besó, fue un beso tierno, suave, un beso de despedida.

- De acuerdo, vayámonos lejos, pero antes, un último cuelgue, una despedida, ¿lo harás por mí?

Juan asintió frustrado, descolgó el teléfono y marcó el número personal de El Chino, le resultó curioso comprobar que después de seis años aún podía recordarlo sin esfuerzo. El Chino fue excesivamente amable, Juan sabía que le culpaba por cagarla en el último trabajo que hizo para él, esperaba que un tiro en el estómago, y cinco años de cárcel, parecieran suficiente castigo, esperaba que no hubiera olvidado los años en el colegio, cuando El Chino era un pringado al que martirizaban los mayores y él, el único que le defendía.

Para Juan ese delincuente del que hablaban en los periódicos, ese criminal escurridizo no dejaba de ser Carlitos, pero a Carlitos la vida le llevó por el mal camino, un camino de violencia. Su padre, un delincuente de poca monta, le pegaba a diario, la madre se escudaba en su alcoholismo, pero lo cierto es que El Chino recibía golpes estuviera o no bebido, tenía dos hermanos mayores que se escaparon de casa cuando él tenía ocho años, y nunca volvió a saber de ellos, su hermana pequeña, era la encarnación de la dulzura, cuando El Chino cumplió los doce años sorprendió a su padre abusando de ella, la pequeña Elsa tenía nueve años. El Chino golpeó al viejo con un extintor que había en el rellano, se desequilibró y calló por la terraza desde el quinto piso, cuando la policía se llevó el cuerpo aún tenía los pantalones por las rodillas. Su madre, liberada del monstruo que tenía por marido se pasaba las noches con unos y con otros arrastrando sus desgracias por bares de mala reputación, mientras, su hija dormía en casa sola, y su hijo pasaba una temporada en el correccional de menores.

El Chino era el reflejo de sus circunstancias, y a Juan le asustaba.

Quedaron en el parque del barrio, donde pasaron incontables tardes jugando. Estaba sentado en un banco de hierro, aparentemente estaba solo. Juan se acercó.

- Cuánto tiempo Carlitos.

- Ya nadie me llama así. –El Chino se levantó y abrazó a Juan- me han contado que no les dijiste nada a la pasma.

- Nunca lo haría.

- Cinco años, cinco jodidos años en la trena, no sé si hubiera aguantado tío, lo más seguro es que hubiese negociado con el fiscal –El Chino soltó una carcajada que le hizo parecer humano por momentos- por mi parte está todo bien Juanito, me han contado que ahora vas de legal, que has estudiado.

- Si, aquel disparo me abrió la mente –Juan se acariciaba la cicatriz mientras hablaba- soy trabajador social, intento ayudar a la gente, aunque es muy difícil.

- Te respeto tío, en serio, una de las pocas personas que ha hecho algo por mí desinteresadamente fue la trabajadora social que se encargó de todo el rollo de mi madre, es un trabajo desagradecido.-  El Chino se levantó- vamos a dar un paseo Juanito, cuéntame,¿ por qué después de seis años sin saber nada de ti me llamas?.

- Necesito un par de gramos, heroína. –Juan se sentía avergonzado-

- ¿Para quién es?, porque a ti siempre te han dado pánico las agujas y ni en tus años más salvajes te vi pasar de un par de rayas de coca.

-En el hospital conocí a una chica, una enfermera, me salvó la vida, cuando salí de la cárcel la busqué y, bueno, ha tenido problemas con las drogas y quiere despedirse con un último cuelgue, después nos iremos, lejos, tal vez a Sudamérica.

- No cambiará Juanito, no lo hará, has rehecho tu vida y esta pava te la va a volver a joder – El Chino sacó una tarjeta del bolsillo interior de su chaqueta- Ya eres mayorcito, este es el número de Mauro, llámale, no hará preguntas, te conseguirá lo que necesitas.

-Gracias Chino –se metió la tarjeta en el bolsillo-

-Pero no le llames, vete solo, es mi consejo, estás limpio tío, no te metas de nuevo en este mundo. Nadie vive mucho, y nadie vive tranquilo. –había tristeza en las palabras de “El Chino”.

- Gracias, amigo, pero no puedo decidir, esa chica es… no puedo describir lo que siento cuando me mira.

- Cuídate Juan.

- Cuídate Chino

- Carlitos, coño, Carlitos.

El Chino se marchó. Juan sacó la tarjeta del bolsillo y concertó una cita con el camello, media hora más tarde tenía en su bolsillo una pequeña bolsita con tres gramos de la nieve más pura de todo Madrid.

Cuando regresó a su apartamento Miriam estaba muy nerviosa, el portátil estaba encendido sobre el sofá y Juan se alegró al ver que las páginas abiertas eran de venta de billetes de avión, en ese momento pensó que no le mentía, que después de ese día empezarían una nueva vida lejos de todo. Juan no quería meterse, se sentó en el sofá y puso la televisión mientras Miriam calentaba la cuchara y se preparaba un pico, estaban emitiendo un especial informativo y el protagonista principal era “El Chino”, contaba la presentadora del telediario que después de un gran operativo, y tres años de vigilancia, habían conseguido arrinconar a “El Chino”, pero este no se lo puso fácil a la policía, y fue abatido tras un violento tiroteo que dejó varios heridos y muertos.
Juan pasó de la tristeza por la muerte de su amigo a la preocupación, se había reunido con él por la mañana, si le estaban siguiendo, si había escuchas de por medio, ¿podría tener la policía algo en su contra?, era un ex convicto, siempre estaría bajo sospecha. Buscó a Miriam para contarle lo que había sucedido, necesitaba desahogarse, pero ya no estaba allí, su cuerpo se convulsionaba, sus ojos en blanco, murió es sus brazos con una inquietante sonrisa en los labios.


MIRIAM

El hospital le dio un mes de vacaciones obligatorias, se marchó al norte donde descansó y tuvo tiempo para reflexionar, para asimilar lo que sintió al enfrentar aquellos ojos, la sed de afecto que percibió en ellos, y la inquietante necesidad de saciar aquella sed con toda su alma. A su regreso supo que aquel paciente se había salvado, que cumplía pena en prisión, y que no era la persona más conveniente para ella.
Interpretó este giro como algo inevitable, y se rindió, poco a poco su vida fue cayendo en un pozo de olvido depresivo, y poco a poco fue necesitando sustancias más potentes que enmascarasen el terrible sufrimiento que anidaba en su interior.

Seis años después del primer incidente con las pastillas, sus padres decidieron ingresarla en una clínica de desintoxicación, fue tras la última visita, el deterioro era muy evidente, la casa era una pocilga, platos sucios y bolsas de basura se agolpaban en el salón y en la cocina, Miriam estaba muy delgada, demacrada, y su brazo derecho presentaba un preocupante tono amoratado.

Aceptó, no le quedaba otra, carecía de voluntad propia, en la clínica paseaba de un lado a otro, como un espíritu desorientado que busca las puertas del infierno, la metadona calmaba sus ansias de paz, y las horas se volvían abejas antropófagas que la masticaban y vomitaban una y otra vez, tenía que salir de allí, tenía que acabar con todo de una jodida vez, tenía que ser valiente.

Entonces le vio de nuevo, en la cristalera, buscándola, emocionado, era su oportunidad, un par de gramos bastarían.

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