martes, 4 de septiembre de 2012

HISTORIA FICCIÓN


La mar estaba en calma, después de aprovisionar en Madeira lo peor parecía estar hecho. La tarde caía lentamente en un anaranjado remanso de quietud cuando la sangre brotó. Primero fue un destello fugaz, después el ensordecedor sonido de las balas silbando, y en cuestión de segundos, la carabela de Don Diego Borrel, gran almirante del reino de Aragón, flotaba en una nube de astillas y humo.
El caos se apoderó de la tripulación, los marineros corrían desorientados, heridos, algunos con miembros amputados se arrastraban por el suelo entre sollozos mientras los oficiales intentaban poner orden. Una de las andanadas había abierto varias vías de agua en la línea de flotación, cruel presagio del final de la contienda. Estaban solos, en una misión desesperada en la que ya no creían pero que podría terminar con aquella guerra.
La Santa María de los Milagros era una presa fácil, apenas contaban con cuatro piezas de artillería y la munición escaseaba. No estaba equipada para la batalla, llevaba sobrepeso en las bodegas, alimentos y bebida para al menos ocho semanas, apenas tenían esperanzas.
Don Diego mandó poner rumbo a las costas de Portugal, se hundirían lo más cerca de tierra, luego llamó a los oficiales. Tres naves se acercaban, la embarcación más rápida, con la bandera del reino de Castilla ondeando sobre un estandarte de la nobleza genovesa, les daría alcance antes del amanecer, el abordaje sería inevitable.
La noche caía, luna nueva bajo un manto de poderosas estrellas. Los hombres no encontraban nada reconfortante en lo que pensar, algunos, los que llevaban más tiempo en la mar, decidieron no dejar ni una gota de vino en sus bodegas, preferirían morir borrachos que ver cómo aquellos toneles caían en manos de Neptuno, o peor aún en manos de aquellos mercenarios genoveses. Los niños sollozaban escondidos, para muchos era la primera vez que se embarcaban, y aún recordaban Barcelona, sus casas cercanas al puerto y sus familias.
Los oficiales se reunieron en cubierta. Bajo la luz de las velas abrazaron al joven Juan, hijo ilegítimo de Don Diego y almirante del reino de Aragón. En sus manos llevaba un cofre pequeño de bronce y unas cartas de navegación. Sumido en un silencio casi espectral subió al bote, su padre lo miraba con lágrimas en los ojos desde el puente, Portugal no debía estar a más de cinco millas, podría llegar a remo si la suerte le acompañaba. Luego hubo toque de queda, se apagaron todas las luces a bordo, al menos durante la noche tratarían de ser invisibles
Solo, ciego en la oscuridad, con el alma retorciéndose en el estómago y con el destino de su familia apretado contra su pecho, el pequeño bote se perdía en la inmensidad mientras a lo lejos destellos azulados rompían la quietud, la batalla había comenzado y él huía.
Sentía que todo aquello era una locura, que nunca debieron involucrarse en aquella guerra absurda, se descubrió llorando de rabia, con las manos agarrotadas por la humedad y el frió, mirando el cofre y pensando si no sería mejor tirarlo por la borda, junto con las cartas, pero aquello era todo lo necesario para darle la vuelta a la contienda, la sucesión del reino, el futuro de la Beltraneja dependía ahora de él.
No le despertó la tenue luz del incipiente amanecer sino el choque constante de cuerpos y maderas contra la quilla del bote. El débil oleaje le había arrastrado al lugar de la batalla, nervioso se asomó por la borda, esperando quizás ver alguna vela en el horizonte, si esto ocurría, podía darse por muerto. Ató las cartas al cofre, irían a parar al fondo del mar antes de caer en manos inoportunas.
Le costaba respirar, miraba en todas direcciones, pero no veía nada, no había rastro de embarcaciones. Una gaviota de volar cansado dio un poco de tranquilidad a su agitado corazón, la costa estaba cerca, agarró con fuerza el remo, apenas podía hundirlo en aquella agua llena de cascotes. Estaba tan concentrado en avanzar, en escapar  de aquel infierno de muerte y destrucción, que no escuchó el débil canto hasta pasado algún tiempo. Pensó que eran alucinaciones, pero cada vez sonaban más claras las estrofas de aquella canción que no lograba comprender

"Cieuve, bagneuve,
e gallinn-e fan e oeuve,
de ciungiu, de brunzu,
de ciumme de culumbu".

Juan se asomó por la borda, no lograba descubrir la procedencia de aquella voz, el batir de las olas sobre aquel siniestro manto de maderas y cadáveres lo desorientaban, pero el canto cada vez se escuchaba más cercano:

"L'Angeu u pescava
e a Madonna a se bagnava.
Perchè ti te bagni?
Pe faa fermaa quest'aegua.

Aegua e ventu,
duman saià bun tempu:
andiemu da-u Segnuu
duve luxe sempre u suu!".

Empezaba a creer que deliraba cuando no muy lejos pudo ver el cuerpo semidesnudo de un marinero agarrado a lo que hace poco fuera la traviesa de una puerta.
Remó con fuerza, con rabia hacia él, estaba más lejos de lo que parecía, el bote avanzaba con dificultad aunque el mar estaba en calma. Intentó ponerse en paralelo con la traviesa para así poder izar a bordo al marinero, lo estaba consiguiendo cuando se dio cuenta de que aquel pobre muchacho no estaba sujeto a la madera. Una espada le atravesaba la espalda a la altura del hombro y se clavaba en el travesaño inmovilizándole, una brutal herida que quizás le había salvado la vida.
Juan tiró de la espada con todas sus fuerzas y liberó al joven marino, consiguió subirlo a bordo y lo tumbó despacio en la cubierta. El marinero no tendría más de veintidós años, sus ojos expresaban el cansancio que su cuerpo rígido y tembloroso, a causa del frío y la humedad, no dejaba ver. Farfullando pidió agua.
Juan le quitó las ropas mojadas, taponó su herida presionándola con el cinturón, y le cubrió con su capa de lana, frotándolo para que entrara en calor. Después, agotado, se dejó caer en uno de los bancos del bote y se quedó mirando al marino.

- Tú no eres de la Santa María de los Milagros, conozco a la tripulación- Juan escondió con disimulo el cofre bajo el banco- ¿quién eres?

- Tu non sai chi sono io-  contestó el marino.

- Eres genovés,  del barco que nos iba a abordar, debería volver a echarte al mar- no había rabia en las palabras de Juan, más bien curiosidad por saber qué había pasado.

- Il mio nome  è Cristóforo Colombo, io vengo di Génova.

- No entiendo bien tu idioma.

- Me llamo Cristóforo, soy de Génova, aprendí questa lengua en el barco con maese Ludovico, tu barco- cerró los ojos, parecía recordar la trágica batalla.- io arrivé a la nave con otros uomos, la pelea fue dura. El capitán, un uomo bravo, me hirió. En ese momento la última andanada que debía quedarle a Santa María de los Milagros, mi ricordo,  debió alcanzar de lleno a la Santa Bárbara, todo saltó por los aires. Después mi si è dimenticato, olvidado.

- Debemos llegar a la costa, allí podrán atenderte- una macabra idea cruzó la mente de Juan, todo aquello era muy inesperado, estaba nervioso y asustado.

- ¿Tú ed io somos amichi?- en su interior Cristóforo sentía que algo no marchaba bien-

-Claro, claro- Juan sacó de su zurrón un mendrugo de pan y se lo acercó.

-Gracias, necesitaba mangiar, la mia madre sempre decía: "se tu non vuoi mangiare t´ammalerai", enfermarás, ¿entiendes?- Cristóforo se reía mientras recordaba a su madre, y se señalaba la herida.

- Si, entiendo- Juan esbozó una sonrisa con dificultad- ya se ve la costa, no tardaremos mucho, ¿crees que podrás caminar?

- Sí, no hay problema, io camino.

- No podré quedarme contigo en Portugal, quizás me necesiten en Barcelona, la guerra...-Juan no quería contar más de lo necesario- bueno, supongo que sabes de lo que te hablo.

- Amicci, la guerra terminó hace unos meses

-¿Qué?- Juan estaba sorprendido

- Si, los tuyos  perdieron la batalla de Toro, más tarde entregaron a Fernando el castillo de Zamora; hicieron lo mismo con todas las piazas del centro del reino ¿dónde habéis estado para no enteraros?

- En otro mundo- la preocupación hizo mella en el ánimo de Juan- entonces, ¿por qué nos atacasteis?

- Ritornaramos a casa, pero al ver la bandera de Aragón, los capitanes de las tres naves creyeron que a los uomos piace volver con algunas riquezas, oro, esclavos, no sabían lo que llevabais, pero era toda una tentación, un solo barco.

-Comprendo.- el mundo se le vino encima a Juan, lo que habían pasado no servía para nada, aquel viaje y toda la información recogida, guardada en el cofre y en las cartas, ya no salvarían a su familia. No quería pensar qué había sido de ellos. Si seguían vivos, con seguridad serían tachados de traidores.
No podía regresar, estaba solo. Necesitaba tomar una decisión abominable.

- Cuando te encontré estabas cantando algo- Juan quería desechar aquella idea, había matado antes, pero en una batalla, de manera honorable, no a sangre fría, sin embargo...

-Es una canción típica de mi región. De Génova- Cristóforo sonreía al recordar su tierra.

- ¿Qué significa, qué quiere decir?

- Bien, no se si podré traducirla bien, pero más o menos sería así- empezó a cantar:

Llove llove, banove
las gallinas hacen los huevos
de plomo, de bronce,
de plumas de palomo.
El ángel pescaba,
nuestra señora se bañaba.
¿Por qué te bañas?
Para hacer que se para aquesta agua.
Agua y viento,
mañana será tiempo bueno,
¡idos al Señor,
adonde ilumina siempre el sol!

En ese momento, Juan hundió su puñal en el pecho de Cristóforo. El marinero, entre estertores miró a Juan, y tosiendo sangre le dijo:

- Amicci- después murió.

Juan tiró el cadáver por la borda con lágrimas en los ojos, mientras se hundía sollozó como nunca lo había hecho. Cogió el cofre y las cartas y  se lanzó al agua. Llegó a nado a la costa, cansado, destrozado moralmente se derrumbó frente a la casa de unos pescadores.
Dos días después despertó en una cama de paja, a su lado, en una silla, estaban sus pertenencias, se levantó y salió al exterior. Al verle, la mujer del pescador mandó a su hija a llamar a su marido y corrió a abrazarle sorprendida.

- Mi nombre es Cristóforo Colombo- mintió Juan, ahora tenía que cumplir la misión él solo, olvidando el pasado, el destino le había dado una extraña oportunidad.

2 comentarios:

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