La chica-pez,
tras la pulida barra,
exhibía su confusión,
encogía la naricilla y boqueaba,
como un atún
en una alberca de tequila.
Perladas moléculas de sal confluían en la laguna Estigia que su ombligo creaba.
La chica-pez rara vez sonreía,
el mundo confuso sobre el nivel del mar
debía antojarse extraño y seco,
-sobretodo seco-
y aspiraba la humedad relativa del aire
curvando la espalda
y agrupando los esfuerzos.
La música tenía una simetría que sus caderas apenas reproducían,
contorsiones arrítmicas asesinas de lascivia.
La chica-pez dormía poco,
me lo dijo con la mirada,
olvidó dónde quedaba
la corriente marina
que conducía a casa,
más tarde, esa misma noche,
abofeteó mi corazón
y escupió en mi alma.
Ya no persigo sirenas exiliadas.
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