Transitaba Nietzsche radiante por Chueca,
los superhombres aplaudían a su paso,
-¡¡¡supermariquita filosofal!!!-
se dirigía, o eso cuentan, a la calle Montera
esquina Gran Vía,
para serenar sus pensamientos impuros.
Al pasar por el Bar Becquer
sus ojos, colmados de sapiencia,
reposaron en la parpadeante pantalla
de un televisor de plasma,
80 pulgadas,
y sufrió una erección.
Los sinuosos perímetros de Jorge Javier
lo estimularon hasta la demencia,
quiso probar la pulpa caldosa
de Belén Esteban
y soportar en sus propias carnes
la contrariedad de los laureles.
Aturdido por el imprevisto suceso
dirigiose al mesero y le expuso:
- Oriundo protohumano,
¿qué insólito espejo es ese,
y por qué en las recónditas cavernas de mi alma
muero en deseos de mirar y mirar y mirar,
mientras mi yo complejo y cínico
niega su visión?.
-No podría contestarle licenciado,
-declararía avergonzado el protohumano-
sus hechuras de preclara clarividencia
y divinidad altísima me nublan
la glotis.
Pero Nietzsche era sesudo,
intelectual,
sobrepuesto de ideologías,
de la cultura actual
que por dominarla detestaba.
-Debo conocer su secreto
- rumiaba-
debo afrontar la pesadilla
y emerger triunfal, pues soy yo,
y sólo yo
el garante de las letras hispanas
-aún a riesgo de ser alemán
nacionalizado suizo-
Y se hundió en la paranoia,
advirtió demonios donde ficción había,
distinguió querubines en las marcas
de orín de los tabiques,
envolviéndose en papel de plata
bautizó a los espíritus guardianes.
La imagen calma de un rapsoda extinto
captó su semblante superior y borroso
y con voz sepulcral exclamó:
¡¡¡je je je je je je
ji ji ji ji ji ji
ja ja ja jaja
je je je!!!
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