martes, 29 de enero de 2013

Ida y vuelta

Tenía que cruzar un descampado para llegar a la estación de tren. En invierno el barro se mezclaba con la ceniza de las hogueras, se convertía en una substancia pegajosa y maloliente que volvía pesadas las botas y lastraba el ánimo. Dejaba atrás un piso pequeño y vacío, de habitaciones gélidas como aquel mes de enero, ansiaba  ilusiones, futuro... vida.
Pedía un billete de ida y vuelta, y el tren se convertía entonces en una máquina del tiempo, un aparato mágico que rescataba almas del purgatorio y las mandaba directamente al epicentro de la vanguardia.
Parada en Atocha tarareando al maestro Joaquín y caminar por el Paseo del Prado para pronto buscar un atajo hacia Tirso.
Allí vivía ella.
A  su pequeño apartamento no llegaba el sol, por algún motivo se deshacían los rayos o chocaban con algún desconsiderado muro opaco de envidia, era tierra  de sombras, un luminoso  mundo paralelo oculto del radiante ojo estelar que todo lo denuncia.
Al volver a casa tenía que cruzar de nuevo el descampado, y cada paso que daba, cada esfuerzo que el peso del barro en los pies me requería, me gritaba, me decía que no era merecedor de una plaza en el paraíso, que aquello era una ilusión pasajera, una quimera, una mentira que a fuerza de creer en ella se parecía tanto, tanto, tanto a la verdad que era imposible diferenciarlas, un absurdo que tarde o temprano se mostraría al mundo, que acabaría entre risas de la multitud y aplausos. Un experimento social que decaería a través de los meses y que terminaría muriendo, separándonos: tú en tu mausoleo de sombras, yo en mi fosa de hielo.

El tiempo, que transforma los recuerdo en cicatrices, impuso su lógica divina.
En tu piso, aquel tan coqueto de  Tirso, tomas el sol desnuda desde Mayo.
Mi descampado es un centro comercial, añoro el barro, y los pies pesados.

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