martes, 4 de febrero de 2014

Manuel

Manuel paseaba por las tardes,
siempre solo,
siempre por la rivera del rio.

Se tumbaba en el césped
y decía escuchar
el sonido que hace la Tierra al girar.

Las noches eran más duras,
su casa,
herencia de unos padres ausentes
herederos de otros padres ausentes
que ocuparon la casa cuando en la guerra
mataron a sus antiguos dueños.

Su casa.

Su casa
era fría como la venganza
y oscura como la indiferencia,
era un  inmueble que había adquirido
los malos hábitos de sus anteriores inquilinos.

Su casa era fría, húmeda y fría.

Manuel bebía mucho vino,
del barato,
vino de cartón para sueños de purgatorio.
La nana de la uva,
el llanto de Dionisos,
la sangre derramada sobre el rígido cuerpo de Manuel.

Se veía a sí mismo como el mesías sin mensaje,
el enviado divino de un dios paleto
y arenoso
que confiaba en ocupar su lugar
junto a las grandes mentiras de Roma.
Manuel sangraba por las palmas de sus manos,
bostezaba azufre
y vinagre manaba de sus encías desdentadas.

Las mañanas eran para Manuel un desierto de experiencias,
un cumplimentar de horas muertas
un dolor de estómago.
Manuel temprano y mareado
ocupaba su sitio junto a la estatua de un príncipe,
acariciaba  a los cuervos
y charlaba con las señoritas que ponen las multas en el centro.

Manuel deseaba cambiar el orden de los factores,
pero siempre cercano algún espejo le devolvía la realidad
-arma arrojadiza-

Manuel cabalgaba las olas en una ciudad sin mar,
del olvido era olvido, de las nubes el llanto.

Manuel se vistió de noticia aquel enero,
cuando entró la policía en su casa 
y encontraron el cuerpo
momificado.

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