domingo, 26 de junio de 2016


Esbozo en la ventana desánimos de vaho,
el conductor arranca,
la vibración del motor es sedante.

En la dársena se quedan los “por qués”
arraigando
en los tiestos saturados de colillas.

Miro hacia atrás pendiente de una sombra,
comprendo que no vendrás
mientras una balada de Scorpions nos devora,
tantas películas han hecho
-me decías-
un daño irreversible en la fracción del cerebro
que regula la realidad.

Abandono Madrid,
no recuerdo el destino,
no recuerdo estar sobrio.

El autobús vuelve a detenerse,
son las dos de la madrugada y no encuentro
cómo despejar el alma,
consigo una botella de ron en la gasolinera,
divina poción para anestesiar la razón
y borrar tu rostro de las estrellas del cielo.

Es una misión suicida, perdida de antes de tiempo.

La dualidad del asiento delantero no se suelta la mano,
se acarician y se besan
-nosotros solíamos hacerlo-
se dicen cosas al oído,
cálidas palabras de caducidad palpable,
y recuerdo la última noche,
cuando entre lágrimas te susurré un te quiero,
mientras gritabas,
que también Hitler amaba a sus perros.

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