domingo, 18 de octubre de 2020

 Junto a la pila bautismal,

como un negro pañuelo ensangrentado

el cuervo se muere,

araña con su pico la fría piedra,

borrosas aspas de cruz verdadera.


La iglesia antigua,

vacía,

sus ventanas mínimas y gruesas

proyectan luz sobre el altar,

estoy solo

en un banco de madera,

el silencio lo es todo en el breve espacio de tiempo

que sepulta la realidad

bajo el artesonado de escayola.


Trato de levantarme,

mis piernas son arbustos petrificados,

mis riñones electricidad sin control,

el pájaro muerto agrieta el suelo

mientras se desprende la pintura

de las paredes,

camino hacia el pasillo central,

juego a dar forma al vaho con la lengua,

extrañas ondas que se cruzan

como estrías que quieren quebrar el aire.


En la puerta,

bajo pecadores y mártires siento el aleteo del cuervo,

sus alas ensangrentadas rompen las estrías,

rasgando la fina piel que separa las realidades.


Un paso más y caigo de rodillas en la acera,

el paisaje es un abismo de neón,

gentes sin rostros pasean sus ojos

por la Gran Vía,

dudo de todo,

de las gotas de lluvia,

del regusto dulzón del Co2 en la garganta.


Durante unos segundos no reconozco el color del asfalto,

pienso en mutar, transformarme en un monstruo

y devorar inocentes en las alcantarillas,

romper los escaparates e incendiar

con hielo purificador

las sonrisas de los maniquíes.


Entonces cierro los ojos,

y el mundo es una habitación sin ventanas

donde el cuervo sin vida golpea las paredes

una y otra vez,

grazna y salpica con su sangre

el cristal de la bombilla...


Abro los ojos y el pájaro calla,

ya no hay paredes,

son espejos rotos

que reflejan retazos inconexos

de una existencia

que nunca podrá a ser.

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