A veces el espejo devuelve una imagen ridícula, y distingo -fulgurando en el reflejo- cada una de las personificaciones equivalentes descojonándose desde sus universos paralelos:
Atajo por el Paseo de los Melancólicos,
me detengo frente la puerta azul,
-aquella sin portero automático-
donde transformaste el Universo
en un jardín perfecto, y escamoteo las ganas,
la soledad es un castigo más que un encuentro.
Las alcantarillas desprenden ese humo hermoso que asciende al espacio infinito
y la noche cae sobre el manto de niebla, el naranja se prostituye en rosa mutante y ceniza
El barrio a contraluz: Náuseas de ilusiones envueltas en nostalgia.
Y advierto que en cualquiera de esos mundos
sería menos gilipollas que en este,
que disimular el narcisismo es inútil,
que resucitar las ficciones convierten en mierda
la realidad.
El cielo pierde lumbre, ya sólo quedan palomas y esos pájaros extraños,
verdes intensos sobre fondo de plomo,
desplazados.
Brumas y contornos que definen el paisaje, brisas calientes que emanan de la rejas,
respiraderos de una caldera kilométrica recorrida por el alma de un caballo de acero
y en su interior el calor de mil corazones que vuelven cansados a sus hogares
mientras los semáforos iluminan la fina cortina de lluvia,
transpiración de una ciudad que de vieja
no se queja
que soporta su reuma y sus liendres doloridas,
y su pulso terrenal en carne viva.
Mientras bajo la mirada, me encojo protegiéndome del frío, sonrío,
no se me ocurre ciudad más adecuada.
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