Junto a la pila bautismal,
como un negro pañuelo ensangrentado
el cuervo se muere,
araña con su pico la fría piedra,
borrosas aspas de cruz verdadera.
La iglesia antigua,
vacía,
sus ventanas mínimas y gruesas
proyectan luz sobre el altar,
estoy solo
en un banco de madera,
el silencio lo es todo en el breve espacio de tiempo
que sepulta la realidad
bajo el artesonado de escayola.
Trato de levantarme,
mis piernas son arbustos petrificados,
mis riñones electricidad sin control,
el pájaro muerto agrieta el suelo
mientras se desprende la pintura
de las paredes,
camino hacia el pasillo central,
juego a dar forma al vaho con la lengua,
extrañas ondas que se cruzan
como estrías que quieren quebrar el aire.
En la puerta,
bajo pecadores y mártires siento el aleteo del cuervo,
sus alas ensangrentadas rompen las estrías,
rasgando la fina piel que separa las realidades.
Un paso más y caigo de rodillas en la acera,
el paisaje es un abismo de neón,
gentes sin rostros pasean sus ojos
por la Gran Vía,
dudo de todo,
de las gotas de lluvia,
del regusto dulzón del Co2 en la garganta.
Durante unos segundos no reconozco el color del asfalto,
pienso en mutar, transformarme en un monstruo
y devorar inocentes en las alcantarillas,
romper los escaparates e incendiar
con hielo purificador
las sonrisas de los maniquíes.
Entonces cierro los ojos,
y el mundo es una habitación sin ventanas
donde el cuervo sin vida golpea las paredes
una y otra vez,
grazna y salpica con su sangre
el cristal de la bombilla...
Abro los ojos y el pájaro calla,
ya no hay paredes,
son espejos rotos
que reflejan retazos inconexos
de una existencia
que nunca podrá a ser.
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