lunes, 6 de mayo de 2019

Me gustan los cómics,
siempre me gustaron,
y disfruto como un niño con las películas de superhéroes.
Tal vez no sea acertado verbalizarlo,
tal vez no sea apropiado,
pero es la verdad.
A veces cuando me miro en el espejo
apenas puedo recordar cómo era entonces,
cuando realmente creía que el mundo
se podía explicar desde los tebeos,
cuando sabía quién era el malo,
y poco importaban sus razones,
era su naturaleza.
Ese niño,
ese niño gordo y estúpido
debió perderse en las calles de Gotham,
y jamás volvió.
La parte vacía que desde entonces
se arratra por las realidades aparentes
no es más que un castrado emocional
que pasea cojeando
por el lado casposo de la vida,
un Allan Felix que observa la escena
sin interactuar,
que digiere las matanzas en televisión,
y sólo se indigna si las víctimas
se parecen a los protagonistas
de sus series favoritas.
Hoy medio mundo se muere de hambre
para que el otro medio
pueda subir fotos de sus abdominales en Instagram,
y nos llevamos las manos a la cabeza,
y nos hacemos los indignados
cuando alguien se inmola en la vieja Europa.
Soy el rey de los hipócritas,
portavoz autonombrado de los superficiales del alma,
miro hacia el norte si el hedor del sur
me estropea la mañana,
soy el fiel esclavo de la arrogancia.
Las líneas que separan luz y oscuridad
se prostituyen por falta de perspectiva.
¿Cuándo olvidamos que somos animales?,
¿cuándo olvidamos que somos incapaces de amar
más allá de la puerta del dormitorio?.
Me gustan los cómics,
siempre me gustó saber que hay personas
que sólo quieren ver el mundo arder,
aunque no sea cierto.

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