No entré en aquella cantina por casualidad...
Hace tiempo que estuve en la Ciudad Antigua
y conocí al Señor Mugre,
entonces me pareció un hombre raro,
demasiado nervioso,
pero nunca me gustó juzgar a la ligera.
El Señor Mugre tenía varios aspectos
de personalidad que coincidían
con mi completa falta de carisma.
Valiéndose de su perspicacia
me abordó, y le dejé hacer,
pensé que era un cretino más
en busca de un incauto
que le pagara las copas.
Pronto me dejó claro su gusto por las drogas,
por el alcohol, por las mujeres, por los hombres,
por todo aquello dotado de un cálido agujero
por el que asomarse,
fuera este de entrada o de salida.
Llegaba a ser demasiado explícito.
Me llevó a conocer la cara oculta
de la Ciudad Antigua,
buceamos en los arrabales perdidos
tras los rascacielos vidriosos del uptown,
buscamos pelea con los estibadores parapléjicos
del muelle,
nos metimos pollos por decenas,
asaltamos alguna casa de apuestas
y alternamos con las entidades
de un burdel interdimensional...
... hasta que nos entró hambre.
Camino del restaurante discutimos de política,
mientras que el Señor Mugre era un radical
Stalinista Social Demócrata Cristiano,
y se masturbaba frecuentemente
con porno norcoreano,
yo siempre fui de no votar:
- Prefiero que aquellos
que me van a roban
sean elegidos por otros,
me hace sentir menos capullo.
Al Señor Mugre no le convenció
mi argumentación sin fisuras,
me llamó fascista de baja intensidad.
Bien entrada la noche el Señor Mugre
cogió prestado un auto,
quiso sorprenderme,
tal vez escandalizarme,
y tuvo la osadía de invitarme
a una lectura clandestina de poemas.
-¿Poemas subversivos?- Dije en voz alta.
- No, estimado gañán, poemas de verdad.
Durante el camino no hacía otra cosa que preguntar:
-¿ Qué es un poema de verdad?
Pero el Señor Mugre me miraba en silencio
y subía el volumen del reproductor del coche.
-En serio, insistía, ¿Qué es un poema de verdad?
La música reventando los altavoces
era la única respuesta, un estribillo
cantado con desidia y chulería
se sostenía por una base dembow :
"Te quiero asotá con mi morcón,
que batas los huevos hasta que monte,
cremeal tu espalda, chingal como perrito
a cuatro patas ailoviu mi amolsito"
Estaba a punto de sangrar por los oídos
cuando detuvo el vehículo,
frente a nosotros se extendía un vertedero,
gaviotas alcohólicas planeaban con dificultad
trazando círculos disléxicos en la oscuridad
de la noche,
las ratas buscaban lugares exóticos
entre los huecos de la chatarra,
copulaban mientras se hacían selfies
para sus cuentas de Instagram.
-Ven, ven, pasa, me decía el Señor Mugre,
pasa y olfatea los gases, deja que el hedor
penetre en la garganta,
siente la náusea, el asco...
No entendía nada,
el sudor creaba cauces desbocados en mi espalda
la gota fría, el viento febril,
comencé a marearme...
El Señor Mugre miraba y reía,
aplaudía y giraba a mi alrededor:
- Vamos poetucho, escribe, escribe...
Y reía,
bailaba y reía,
reía y bailaba...
mientras yo,
postrado de rodillas,
a duras penas
podía contener las arcadas.
El aire se transformó en palabras densas y artificiosas,
el asfalto se tiñó de bilis,
las gaviotas trazaron elipses luminosas,
dibujaban cintas de Moebius que escupían
verdades de un azul oscuro,
casi negro...
Desperté días más tarde frente al mar,
en las cálidas costas de Maracaibo,
distinto país, distinto continente,
había perdido todo el efectivo,
parte de la ropa y el sentido del humor.
Pasaron meses desde aquella aventura
cuando volví a ver al Señor Mugre,
estaba en una librería de Tirso de Molina,
lo encontré más ajado, triste, gris.
Pedía limosna junto a la entrada,
pensé que no me reconocería,
pero se puso en pie,
me señaló
y gritó mi nombre mientras lanzaba
poemas de Bukowski y de Billy McGregor
al cielo de Madrid.
Entonces lo entendí todo,
lo entendí de verdad:
No entré a aquella cantina por casualidad.